viernes, 27 de marzo de 2009

Ulises

Tuve el valor que buscaba al estrechar tu mano y ordené a los esclavos tender las velas negras. El barco penetró en un mar silencioso y sólido, recipiente de malos presagios.
Los cerros de tu isla, que desaparecía a lo lejos, me hicieron recordar los pechos de la diosa, pechos en los que descansé hasta la noche antes de mi huida.
Mi memoria retenía la sonrisa y los ojos brillando en lo oscuridad de su alcoba; el cabello dorado y rojo derramado sobre el negro de la sábana y el blanco divino su cuerpo.

Cuando naufragué en su isla la visión de su belleza me hizo creer que yo había muerto o que había perdido la cordura.
Ella me recogió y me hizo suyo, atraída por la fortaleza de mi cuerpo, común entre los hombres de mi oficio; por mi piel oscurecida por los mares y por los soles de los lugares en los que fui soldado. Por mis ojos y mi pelo oscuro, comunes entre la gente de mi patria.
Ella leyó una señal en todo lo que me hacía diferente, creyó que un espíritu muy poderoso estaba guardado bajo mi carne y entre mis huesos.

Los años pasaron, la piel de la inmortal princesa no sabía hacer de calendario. Yo era libre en su cuerpo, bañándome, como un niño, en las blandas mareas de las que tanto mar me había alejado.

Pero un día, cuando solitario me bañaba en el río, vi en el agua dibujada una imagen que hasta el momento no me había sido revelada.
Distraído entre tanta felicidad que no me pertenecía, había pasado sin detenerme ante el reflejo de mi cuerpo mortal.

Había piel que se agrietaba junto a mi boca, en mi frente, bajo mis parpados. Había carne reblandecida y músculos que se habían vuelto inútiles.
Dentro de unos años la vergüenza cubriría este cuerpo, mis músculos y mis huesos comenzarían a fallar y yo sería derrotado en la más mínima batalla.
La diosa seguiría incorruptible, esperando a que, una vez más, las olas trajeran hasta la playa a un joven extranjero. Sus manos buscarían su cuerpo, y este viejo perdido durmiendo a los pies de los amantes esperaría la muerte.

Entonces fue cuando pensé en un plan. Perfumé mis cabellos y bajé a la ciudad, hasta el templo dedicado a la diosa de cabellos de oro y cobre.
Entre las blancas columnas te aceché.
Tú la más bella de las sacerdotisas, rubia y blanca como nuestra diosa, ofreciste unas flores a la escultura del templo.
Cuando escuche tu oración en la que pedías compañía salí de entre los mármoles y dije que tu diosa me había mandado y que yo era su mensajero. Te llevé detrás de las columnas y allí, entre las flores marchitas, te tomé.

Dejé que me siguieras y tú lo hiciste, fue por eso que creí que tú me amabas.

A la semana de partir nos alcanzó el mensajero de la diosa, ofreció oro e indulto para que volviera. Al escuchar mi negativa con su espada rompió los mástiles, hizo trizas las velas y partió los remos.

Cuando se fue tú y yo quedamos solos, los esclavos y los tripulantes habían desaparecido, como si sólo hubieran sido imágenes de otro tiempo.
Aquel barco fue nuestra casa durante meses. Tú tratabas de alegrarlo, yo pensaba en las batallas y en la mirada de los dioses, mientras tu cuerpo me diezmaba.

Un día pasó un barco de mercaderes a nuestro lado y nos llevaron a mi isla en su barco.

Mi isla fue para ti la libertad, soldados como yo, más jóvenes y fuertes te siguieron al verte pasar y pronto te perdí.

Había un Dios toro al que adorar, un dios oscuro, fuerte y eternamente viril. Tú te quedaste en su templo, esperando tras las columnas a que los hombres trajeran un corazón joven y fuerte para que latiera en tu altar.

Volví al hogar, Penélope me esperaba, envejecida.

Inventé una larga historia para ella.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Nombre

Creí haber aprendido tu nombre en la palabra.
Pero tu nombre es largo como el siglo;
Poblado de espejos, de números,
De música y maleza.

De la semilla guardada en la tierra del lenguaje,
De la misma semilla del poema,
nació tu nombre.

Ahora sus raíces abrazan mis raíces
Y a la sombra de sus hojas duerme el día.