jueves, 11 de febrero de 2010

La ciudad de las bombillas rotas

Me encontré esa noche caminando por calles que se hacían más largas con cada uno de mis pasos, calles que parecían escenarios de crímenes atroces.
Merecía el cuchillo en la espalda, justo precio a pagar por la imprudencia premeditada, por la infracción al consejo maternal de no atravesar los lugares que se hacen inhumanos sin el sol.
Descubrí que me estaba haciendo viejo, antaño caminaba por calles tan solitarias como éstas y no pensaba en el peligro que acechaba acurrucado entre los muros, comiendo alimentos sacados de la basura o intercambiados por lástima o por asco en algún restaurante.

Pensé en los ojos insidiosos, en la sangre, en las posibilidades remotas de vencer a un ejercito de cuchilleros. Odié a esas personas y las odié porque interrumpí sus meriendas de sobras o de drogas, sus siestas peligrosas a orillas de un río, sus ritos inexplicables frente a sus hogueras.
Mi temor era tan inmenso, que sentí deseos de hacerle daño y con violencia conquistar su ciudad de miedo.

Recordé una conversación. Un taxista me exponía la simplicidad de su mundo que requería, como única solución a todos los problemas sociales, borrar a estas personas o educarlas con la antigua disciplina del látigo y el estómago vacío.
Me odié entonces a mí mismo por perderme en esta noche, por sentir como propio el pensamiento de un taxista enajenado.

El sudor frío me anunció que había pasado el peligro. Me encontraba en un lugar lleno de luces al que mucha gente acudía buscando la belleza al lado de un río inmundo iluminado. Me descubrí en el interior de la ciudad no temida, la ciudad que todos querían conocer y de la que todos tomaban fotografías.
Yo no entendía, en realidad, por qué me parecía este mundo tan distinto al otro.
Ésta era una ciudad de la que también debería cuidarme, pues embriagada en ritos folclóricos, hacia material las demagogias.

Toda la ciudad es la misma porquería, un río sucio en el que la gente se baña, del que beben, por cual sacrifican a sus hijos. Todo se hace para sentirse partícipe de una alucinación colectiva. Cómo podría ser bello semejante paisaje, cómo llegar con una hipocresía renovada cada año y ver una ciudad transformada, llena de actores precisos y de acertadas ideas administrativas.

Y es preciso que lo oscuro sea desterrado, reeducado, reciclado, reducido o aniquilado. Sólo deben existir los que se vean bellos, los que acepten arrastrar hoy a la familia por los desquiciados corredores, corredores que mañana habitarán bombillas rotas, bombillas que no dan luz y que no quieren dejar de existir.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Señor Presidente:

Quiero ser su informante universitario número 1.

Denuncio que no me gusta su personalidad y estoy en desacuerdo con sus políticas. No se si usted es para o narco, o amigo de paras y narcos; pero se bien que su gobierno alimentó y protegió a la peor calaña de asesinos y corruptos que ha visto este país, que argumentando la búsqueda del bienestar social no ha hecho si no favorecer a los privilegiados, que jugó con la democracia haciéndose legítimo a través de acciones ilegítimas. Que le regaló el país a sus ministros y que éstos se lo vendieron barato a sus amigos.

Denuncio que considero que usted no debería gobernar ninguna nación, que usted representa todo lo que odio de mi patria y de la palabra de patria. No me gusta la guerrilla y tampoco usted me gusta. No me gusta ni Chávez, ni Fidel, ni las FARC, y tampoco me gusta la forma en la que usted cuestiona a las personas que tratan de hacer lo correcto y proteger los derechos humanos.

Denuncio que me parece justo que algunos jóvenes quieran pintar una pared y repartir panfletos que expongan la indignación sienten por lo que ocurre.
Que comprendo que alguien salga encapuchado a pronunciar discursos en la universidad porque siente miedo de lo que pueda suceder si da la cara.
Denuncio también que, en estos momentos, me parece justo que alguien tire una piedra contra sus antimotines.

Denuncio que yo hablo con mis amigos en voz alta de lo mucho que usted, sus partidarios y su familia me repugnan. No quiero tener que desconfiar de mis amigos.

Denuncio porque no quiero que nadie gane dinero por hacerlo, porque no quiero que los universitarios descubran que la falta de escrúpulos es lo único que puede asegurarnos la subsistencia en el país que usted gobierna.